Cuando no se controla el coraje

Por el padre Miguel Ángel
Padre.miguel.angel@hotmail.com


La imaginación del mexicano trabaja horas extras viendo moros con tranchete, donde no hay moros ni tranchetes. En fuerza de su naturaleza susceptible cree advertir aquí una mala cara, allá una mala voluntad, siempre en espera de lo peor, temeroso a cada paso de la emboscada, con que él mismo se abre una fuente de sufrimientos y pequeños odios más o menos gratuitos.

En medio del habitual pacifismo, la agresividad del mexicano estalla en tres ocasiones, "hecha brava" cuando está ebrio, cuando lo atacan o cuando se siente superior. Si está en sus cinco sentidos, si nadie se mete con él, o si no goza de jerarquías, es una mansa paloma.

Ebrio, se convierte en un valentón, poco menos que un energúmeno, capaz de golpear a la esposa, destruir los muebles del hogar, agarrarse a trompada limpia con quien sea, excepto su compadre, y descontar al presunto enemigo. A tal grado, que lo descuenta del censo nacional de vivos y pirámides de edades. Uno menos.

Suele haber dinamita en el vocabulario. Por lo menos petardos y chinampinas. Violencia verbal. Frases agresivas que estallan en la conversación, los corridos, las canciones de charros de películas, muy perdonavidas. Dichos y dicharachos de malhablado, valentón de barrio, perdulario y lépero.

"Ábranse piojos, que ahí va el peine. Aquí está su querido capitán. Conmigo encuentras la horma de tus zapatos. Yo soy su padre, gústeles o no les guste. Aquí nomás mis chicharrones truenan".

Las maldiciones mexicanas, que reconocen por sede y capital a la ilustre ciudad de Alvarado en el Estado de Veracruz, de donde irradian a los cuatro vientos; las maldiciones de uso que no son demasiadas en el número, conllevan de ordinario una insultante pigmentación sexual. Son tan coloradas, que hacen enrojecer de ira al destinatario.

Todas pueden ser resistidas por la paciencia del mexicano, menos aquella que menciona a la madre, naturalmente sin mención honorífica ni premio de buena conducta. El mexicano sería capaz de aceptar que él es sinvergüenza y, si es necesario, que aún también lo son sus tíos, primos y demás parientes, menos el ser sacrantísimo que le dio el ser.

Si le recuerdan al padre, apenas se inmuta; si a la abuela, lo mismo da. Pero que no le mienten la madre. La madre no se menciona jamás. Prohibido el paso. Ni la palabra misma se puede usar. Excluida quedó del diccionario per infinita sécula. En vez de madre hay que decir mamá, la jefa, la jefecita, la patrona o, con cierta chabacana solemnidad, la autora de sus días, la progenitora y con eufemismo digno de mejor suerte, "la hermana de tu tía".

Al examinar expedientes de homicidas que compurgan una sentencia en la cárcel, se puede observar cómo todos ellos confiesan que la causa que los llevó al crimen fue el estado de ebriedad en la inmensa mayoría, un rato de coraje o simplemente confiesan que no fue su intención matar y no saben cómo pudo sucederles tamaña desgracia. Alcohol, ira, irreflexión, he aquí las constantes del homicidio. Y claro, el hecho de andar armados. Porque, como diría Perogrullo, si uno sólo lleva consigo su cartera, no puede matar a nadie, aunque ande en el último grado de congestión alcohólica.

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